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RADIO PACHETA

martes, 21 de octubre de 2008

El hombre al que no publicaban.Ni publican.Ni lo haran.

A las siete de la mañana, como siempre, salí de casa para coger el autobus. Atestado de gente para ir a su trabajo. LLegué a la estación. El tren de cercanías iba a reventar, habitual a esas horas de la mañaneras de punta. Y en punta, debido al roze, se puso el de abajo y me gire para no molestar a la chica hermosa que estaba delante, con ese pelo largo recién duchado olíendo a jabón. Me reí, recordando los 14 o 15 años que tenía cuando hacía pellas en el institúto y me iba con el madriles- de Madrid, sexta generación, de ahí el nombre-, a la estación de Sol, la más concurrida, para tocar culos, bajo las faldas. Mientras el madriles, metía mano, recuerdo el bofetón que le dio la mujer, no a él, si no al hombre de gafas- no las encontró-, que justo detrás de ella se situaba. Se puso rojo como un tomate, pero no rechistó. Porque ella al dar el bofetón, gritaba: Ya esta bien, guarro, que la estoy sintiendo todo el trayecto y me alejo y usted, me sigue; pero, que encima me meta mano. Guarro, si su mujer supiera lo que hace.

Mientras esto ocurría, nosotros, habíamos hecho humo en la siguiente estación.

Haciendo horas extras, salí más tarde de lo habitual. Volví al tren y no había casi nadie. Solo un hombre que escribía en un cuaderno amarillo. Me senté frente a él. Usaba gafas y tenía el pelo revuelto como el mudo de los hermanos Marx, pero era canoso como su barba.

De repente, se puso las manos en la barriga y se reía, pero no le oía la risa.

Me puso su cuaderno en las manos y leí un cuento corto. Me reí tanto, que las lágrimas caían de mis ojos y me dolía la barriga.

Me quito el cuaderno y escribio en una pagina: ¿Es bueno, verdad?. Le conteste que era cojonudo. Hizo un gesto extraño, que no entendí; se llevo la mano al oído y yo creía que tenía relación con el cuento leído. Tras un momento entendí que era sordo. Ademas de mudo.

Tras escribir nuestros nombres; él, Federico, yo, Paco, estuvimos escribiendo nuestras historias mucho tiempo. Poco antes de llegar a mi parada, le escribí que se viniera a cenar a casa.
Corte una cebolla y un tomate y lo eche en la cazuela, que pronto sería sopa. Despues freí dos filetes de pollo y cenamos.
Despues de haber leído los otros cuentos de su cuaderno y de gastar las hojas escribiendonos, me di cuenta de lo que quería.
Necesitaba que fuera su socio, para que pudiera hablar con algun editor.
Pero para eso no hace falta hablar, le escribí. Y él respondio escribiendo:
En un pueblo que no mencionare el nombre, gané un premio, pero el alcalde, al no saber que era sordomudo, agarrandome por el hombro para salir en las fotos en plan amigo, como todos los politicos sinverguenzas, me empujo al estrado. No supe qué decir, me quede sin habla.
Como es natural, al leer esto, me descojone de risa. Y le escribí:
Federico, busquemos un megáfono y con tus historias cortas, te aseguro que sacamos dinero para sobrevivir los dos, ya que nos vemos tiesos como garrotes. Puso los ojos como platos y escribio:
Vale.
El amigo Federico, se quedo a dormir esa noche, en el sofa del salón, porque solo tengo un habitación y quizá dentro de poco ninguna, ya que mi exhausto trabajo de metedor de cinco semillas de anís en botellas de anís en Chinchón, no me da para mucho. Y no puedo seguir pagando.
Al cabo de una semana, Federico, tenía un megafono y me escribio que se lo dio un amigo gitano del Rastro y que a cambio, le escribio dos o tres seguidillas para el maestro Camarón.
Pero el maestro ya ha muerto, le escribi. Y él contesto escribiendo:
Para muchos, no para mí tampoco, que yo lo ví con el maestro Paco a la guitarra.
No entiendo.
Ni falta que hace. Punto. Respondio en el papel.
El lunes por la mañana, Federico y yo - ante la avalancha de chinos en mi trabajo, me despidieron hacía unos días-, megáfono en mano, nos presentamos en el recorrido que hacía en mi trabajo y yo leía sus cuentos en el autobus, en el tren de cercanías y en Atocha. Cuando terminaba uno, Federico ponía el sombrero. Nos daba mucho gusto ver que la gente se reía.
Hasta que un día, Federico borracho y con gabardina, saco una replica de ametralladora sin balas, y al que veía que no hacía caso de mi lectura, en Atocha, lo ponía contra la pared. Debo reconocer, que yo, tambien, borracho, le decía señalando a hombre o mujer, quien escuchaba y quien, no.
Ahora, encarcelados juntos, seguimos escribiendo y riendonos del pasado, del presente y del futuro.