Siento el pañuelo de mi mamá en la nariz, con ese olor a madre ligeramente perfumado, mientras me dice:
suenate; primero un lado, luego el otro.
Mi madre, mi tía
Lola, mi tía Aurora y detrás de mi, como una sombra por si algo me pasa, la señora
Emilia, rezan a la vez juntas un Rosario, que oigo yo como un cuchicheo de palabras
inentendibles y raras.
La señora
Emilia lleva en la mano una especie de collar con bolitas y una cruz y les da vueltas y toca una bolita entre sus dedos y luego coge otra y tiene los ojos cerrados y cuando los abre me mira y
sonríe.
Mi tía Aurora me dice no te arrimes, hijo, y abre una
puertecita y mete con una
palita trozos de cosas negras a la boca abierta que echa chispas y fuego y está roja y la llaman cocina las tres. Y a un lado, mi tía
Lola y mi madre, con unos rodillos de madera, dan vueltas a una cosa blanca que llaman masa y que luego dan forma y llaman rosquillas.
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De repente ahí afuera, caen bolas del cielo blancas que veo tras el cristal de la puerta de entrada y se ven rayos, mientras la oscuridad se apodera del día y todas elevan la voz para que se oiga más el rezo y cuando se oyen truenos que parecen romper la casa y la cocina y a todos los que allí estamos, las cuatro gritan: ¡
Jesús, María y José! y le dicen a la señora
Emilia que encienda la luz, por Dios, mientras me coge en brazos.
Y la luz se apodera de nosotros y la cocina y entonces un rayo ilumina el cielo y se oye el timbre de la puerta y hay un chispazo enorme y fuego ahí en la puerta, que se apaga en un instante y luego un trueno que me hace temblar en el cuerpo y se va la luz y entonces lloro y veo que lloran ellas, pero no como yo, que grito un poco. Ellas lloran porque veo sus lágrimas pero alzan más la voz y encienden velas que cogen de un armario y siguen rezando el rosario cada vez más alto.
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