Los chillidos

Susana y yo hoy hemos hecho la compra. Vimos que había unos precios cojonudos en el marisco y compramos bogavantes, dos; uno esta noche cae y nos miramos, porque hacía que no comíamos la de Dios es Cristo o sea hace dos mil años con nueve décimas.
Llegamos a casa y como siempre yo no me acuerdo de lo que comí y no quiero preguntarla a voces desde aquí arriba, porque me dirá que soy gilipollas y que si tengo alzeimer.
Después de comer me puse a leer un libro y me quede dormido. A mi hijo Jorge vino una amiga, Cristina a buscarle y me despertó con sus cantes. Me tome un café y estuve viendo a mi hijo Juanto como ganaba al fútbol de la máquina y continué leyendo.
Susana me saco de la lectura para decirme que había que cocer los bogavantes. Me dio un papel con los tiempos de cocción, saque una olla eché la sal gorda después de pesarla; sesenta gramos para litro de agua y dos hojas de laurel. Quise poner los bogavantes en la olla estando vivos y Susana me dijo que pobrecitos, una vez que haya cocido el agua los echas porque si no sufren un montón y le dije yo, por Dios, es mejor que estos bichos sepan que se van calentando con el agua, así como que se duermen y sufren menos. Que no, que no, una vez que el agua esté hirviendo, así sufren menos.
Esperamos que el agua estuviera hirviendo, porque yo creo que las mujeres, para esas cosas saben más que los hombres.
Los metí en la olla y puedo jurar que chillaron.
Susana me dijo que no oyó nada. Juanto, riéndose, me dijo: por pura lógica eso es imposible, Paco. Jorge me dijo mira qué ritmo y su amiga Cristina que no.
Y yo juro por Dios, que los bogavantes, mientras se cocían chillaban, pero no de dolor sino de gusto porque el agua estaba calentita.
Luego se desmayaron, claro y se murieron.
Y ahora de uno de ellos hacemos la digestión Susana Juanto y yo. Jorge no, porque se fue con Eduardo que vino despues a tocar y Cristina tampoco, porque se fue con los dos y me dijo que quedó.